El otro sueño de Alejandro Colina

En su juventud, solía ir Alejandro Colina a pie desde el Ávila hasta el pueblo costero de La Guaira, familiarizándose con esa montaña representativa de la ciudad de Caracas, donde soñó su más grande tributo a la nación: una figura de Simón Bolívar que rompería las imágenes convencionales del culto oficial al Padre de la Patria.

Colina, el más famoso y el menos conocido de los escultores monumentales en Venezuela, se propuso hacer un arte “exclusivamente venezolano. Un arte de ayer, de hoy y de siempre”, centrado en “los mitos aborígenes vistos con ojos de actualidad y tratados de manera perdurable”.

De la aceptación popular de su obra es emblemática su María Lionza, en la autopista del Este, que figura hasta en canciones como la que el famoso cantante panameño Rubén Blades le dedicó en 1978: “María Lionza, hazme un milagrito/ Y un ramo de flores te vo’ a llevar/ Doña María cueste lo que cueste/A la autopista del este lo voy a llevar”.

Un texto biográfico de Aminta Díaz, recogido en el volumen “Alejandro Colina, el escultor radical”, resumen de las ponencias del coloquio organizado con motivo del Centenario del creador, en 2002, nos dice que fue Colina un solitario que buscó en el oficio de la mecánica la independencia para dedicarse a su obra con total libertad.

Alejandro Colina, Cortesía Ültimas Noticias

Y justamente como mecánico de la Intendencia Naval de Venezuela  recorrerá durante ocho años, entre 1920 y 1928, las costas del país y Brasil, lo que le permitió conocer las culturas indígenas venezolanas de la Guajira y el Orinoco, que serían la base de su propuesta de un  arte “auténticamente y genuinamente venezolano”. También por esos años concibe su “Monumento a Bolívar en el Ávila”, que será “el sueño de toda su vida y su gran frustración”, como apunta su biógrafa.

Numerosas son sus esculturas a lo largo del país: “El cacique Guacamayo”, en Valencia; la trilogía escultórica “Los Centinelas” (1946), en el patio de honor de la Academia Militar; el busto “La Negra Matea” (1952), en el Materno Infantil de Maracay; los caciques Tiuna, en Caracas; Manaure, en Coro (1954), y Yaracuy”, en San Felipe (1952); el Piache Yarijú (1954), en Valencia. También el busto a Andrés Eloy Blanco (1960), el “Monumento a la Bandera” (1964), en San Juan de Los Morros, la estatua “Conjuro de Caricuao”, en Caricuao, y, la última de ellas, el busto del indio Chacao (1970).

El crítico Juan Calzadilla lo define como “el más alto representante de la tendencia indigenista en nuestra escultura”. Temática que comparte con su contemporáneo Francisco Narváez. Pero, a diferencia de éste, quien privilegia el diálogo entre la forma y el material, aproximándose cada vez más a la abstracción, Colina, dice Calzadilla, insiste más en lo narrativo, representando “el carácter físico y psicológico de la tipología aborigen, desplegando su universo mítico”.

El Dr. Razetti le enseñó la anatomía humana

Alejandro Colina nació en Caracas, al despuntar el siglo XX, el 8 de febrero de 1901. Su formación transcurre al amparo del positivismo importado por el alemán Adolfo Ernst durante la Guerra Federal, con su visión optimista de la ciencia y el progreso,  y un nacionalismo que apunta a nuestras raíces como base en la definición de nuestra identidad.

El artista parece claro en sus propósitos desde sus comienzos. A los 13 años, cuando ingresa a la Academia de Bellas Artes, es “el que se destaca con mayor fuerza y vocación”, afirma su  maestro, Cruz Álvarez García.

Más adelante, busca la perfección técnica en clases privadas con Ángel Cabré i Magriña, padre del “Pintor del Ávila”, cuya obra de integración urbana durante los gobiernos de Crespo, Castro y Gómez se aprecia en los escudos de la familia Bolívar, en la sobrepuerta de la Casa Natal del Libertador (1916-18), y la fachada de la Casa Amarilla, o el Puente de Los Leones, en la parroquia El Paraíso.

Al mismo tiempo, para conocer el cuerpo humano, asiste a los cursos de anatomía del doctor Luis Razetti en la Universidad Central. Además recibe nociones de arquitectura con Alejandro Chataing, autor de la Plaza de Toros de El Nuevo Circo, la fachada del mercado de San Jacinto, el Arco de la Federación y el Teatro Nacional de Caracas, entre otras, en cuya oficina Colina trabajará más adelante como director de arte y decorador.

Su posición intelectual se aprecia ya en sus primeros trabajos, como su tesis de eficiencia en la Academia de Artes Plásticas, en 1917. La escultura “El nacer de la idea”, inspirada en las teorías de Darwin, representa la primera idea que el hombre tuvo de sí mismo, y fue premiada por un jurado calificador del que formaban parte los doctores Luis Razetti y José Gregorio Hernández.

Al regreso de su travesía por el Orinoco, propone a Rafael Requena, médico y secretario de Gómez, y antropólogo aficionado, la realización de un proyecto del que resultará, dos años más tarde, la que consideró una de sus mejores obras, la Plaza de Tacarigua, en la que invierte todos sus ahorros. Inaugurada el 24 de julio de 1933 en las márgenes de Boca de Río, en ella se aprecian la Venus de Tacarigua, la Madre Tierra y El Piache.

La historia del Sanjuanote

Trabajando en la planta eléctrica de San Juan de Los Morros, el entonces presidente del estado Guárico, Ignacio Andrade, lo contrata para hacer realidad la promesa del presidente de la República, general Juan Vicente Gómez, de entregar un monumento del héroe epónimo a esa ciudad que acababa de ser declarada capital del estado.

Colina concibe una escultura de casi 20 metros, la más alta de Venezuela, levantada en concreto armado, que se conocerá como el “Sanjuanote”. Sin embargo, el artista sale del proyecto cuando Gómez, en desacuerdo con la disposición que le había dado al brazo del santo, con el dedo señalando al cielo como en el cuadro de Leonardo Da Vinci, le pidió que lo bajara y pusiera un pan en la mano. La obra es  ejecutada por Renzo Blanchini en 1934.

El Sanjuanote fue reformado para complacer a Gómez. La versión original tenía una mano con el dedo apuntando al cielo

Molesto, Colina va a Maracay a exigir al Gobierno el pago de la plaza de Tacarigua.  Sus quejas, expresadas públicamente, llegan a  oídos de Gómez, lo que sería causa de su acusación como comunista, y su detención  en La Rotunda, donde compartirá celda con el poeta Andrés Eloy Blanco, hasta la muerte del Benemérito, en 1935.

Afectada su salud mental por los malos tratos y torturas, Andrés Eloy al salir convence al sucesor de Gómez, Eleazar López Contreras, de trasladarlo al hospital Psiquiátrico, donde transcurrirá lo que el artista consideró el momento más fecundo de su carrera.

Allí, además de organizar prácticas artísticas y deportivas con los enfermos, que le sirven de modelo para la realización de ocho cabezas y un busto, hoy desaparecidos, lleva a cabo el mural “La Ciencia y la Psiquiatría”, sobre el que dice: “La ciencia psiquiátrica lograría devolver a los pacientes la máscara que la enfermedad les ha quitado, haciendo creer que los seres normales no serían sino sujetos que saben llevar el antifaz”.

 El Bolívar monumental que destruyó

En esa búsqueda de un arte “genuinamente” venezolano, el artista no podía dejar de lado su gran sueño de rendir homenaje al máximo héroe nacional, el Libertador Simón Bolívar, en las alturas del Ávila, desde donde sería apreciado por toda Caracas.

Se trata de un grupo escultórico al que Colina dedicará gran parte de su vida, pero nunca llevará a la realidad. La maqueta fue exhibida en 1947 y 1948, para algunas personalidades internacionales que asistieron a la toma de posesión del presidente Rómulo Gallegos, quienes visitaron su taller para conocerla. Entre ellos, Waldo Frank, Alejandro Carrión o Jorge Icaza, quienes dejaron sus impresiones en el libro de visitantes: “Es el Bolívar del espíritu”, o “Una imagen verdadera del Libertador”.

La maqueta original del Bolívar que estaría en el Ávila

Esa maqueta, que revela lo que hubiera sido una escultura de 75 metros con la imagen de Bolívar desnudo en un potro frenado, devolviendo su espada al Todopoderoso, como indicando que su labor había sido cumplida, fue exhibida por última vez en el Salón Planchart de 1950.

Con motivo de la construcción de la autopista del este, el artista fue desalojado de su taller en Hornos de Cal, y al no tener dónde llevarla, la destruyó con gran pesar.

María Lionza

Algo ha cambiado ya en el gusto artístico en aquel año de 1954, cuando el entonces presidente de Venezuela, general Marcos Pérez Jiménez, inaugura parcialmente la Ciudad Universitaria en la antigua hacienda Ibarra, donada por el Libertador a la Universidad Central.

La controversial María Lionza

Carlos Raúl Villanueva, diseñador del proyecto universitario, aplica en esos dos kilómetros cuadrados de extensión sus ideas de integración de las artes a la arquitectura, haciendo de la construcción un museo de la escena mundial de las nuevas tendencias artísticas, que recibirá reconocimiento internacional.

Las nubes de Alexander Calder, los murales de Fernand Leger, Víctor Vasarely, Jesús Soto, Mateo Manaure, Alejandro Otero, Pascual Navarro, Héctor Poleo, Oswaldo Vigas, Pedro León Zapata, y las esculturas de Baltasar Lobo, Jean Arp, Francisco Narváez, entre muchos otros, llenan de colorido y belleza pasillos y edificaciones de la primera Casa de Estudios del país, dejando ver las preocupaciones estéticas y formales que ocupan al arte del momento en diálogo con la arquitectura.

Llama la atención la ausencia de Alejandro Colina, el escultor que tres años antes había sido comisionado para crear el pebetero de los III Juegos Bolivarianos que tuvieron lugar en Caracas del 5 al 21 de diciembre en el reciento ucevista.

Fiel a sus principios indigenistas, Colina lo ubica en las manos elevadas de una mujer de vigoroso cuerpo, montada en una danta. El nadador Francisco Feo sería el encargado de encender el fuego en esa escultura de 7.50 metros, colocada en el Estadio Olímpico, junto con “El atleta” de Francisco Narváez.

Surgía así “María Lionza”, la que habría de ser la escultura más popular del país, objeto de numerosas interpretaciones y cultos a lo largo del tiempo, dándole fama al, paradójicamente, menos reconocido de los escultores venezolanos del siglo XX.

Se dice que la idea de la “expulsión” obedecía a criterios estéticos de la época, según testimonia quien estuvo al frente del Instituto Ciudad Universitaria,el capitán Luis Rafael Damiani: “El creador de la Ciudad Universitaria, el arquitecto Carlos Raúl Villanueva era de la opinión que la efigie no guardaba sintonía con la “Síntesis de las Artes”, las antípodas del realismo que representa toda la obra de Colina”.

La obra fue sacada y colocada en la autopista Francisco Fajardo, donde se convirtió en centro de cultos religiosos que ensalzaron su fama, hasta que empezó a revelar los daños causados por el tiempo, el tráfico vehicular, y  errados conceptos de restauración.

Tras un debatido proceso judicial que devolvió a la UCV su propiedad, una réplica sigue ocupando el lugar de aquella salida de las manos de su creador, mientras la original aguardó por casi 20 años a su restauración, hasta que el 4 de octubre de 2022 el Instituto de Patrimonio Cultural (IPC), dictó “medidas administrativas de protección y conservación de la escultura “ y entre gallos y medianoche y sin avisar, se la llevó al Sorte, Yaracuy, donde es adorada por brujos y santeros.

En 1971, Alejandro Colina fue víctima de un accidente que lo incapacitó para seguir realizando su obra artística. “No busco fama ni celebridad. La mejor recompensa espiritual para el verdadero artista es el reconocimiento de su obra”, declaró antes de su muerte, en 1975. “Eso vale más que cualquier recompensa material o pecuniaria, y yo sé que mis obras perdurarán en el tiempo y que por ello seré reconocido”.

 

Autores

Maritza Jiménez Reyes

Periodista, editora, docente y escritora, especializada en temas culturales. Síguela en Twitter: @Weykapu

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